miércoles, 23 de mayo de 2007

La Cena de la Araña

Miró el sol a los ojos, arrugando la vista, podía sentir el tibio abrazo del astro en su cuerpo. Esa calidez le impregnaba un sentimiento de satisfacción que no sentía desde hacía ya mucho tiempo.
Como nubarrones rezagados, pasaron por su pensamiento oscuros recuerdos: las frías tardes en el patio del pabellón, aquellas interminables noches atado a la cama metálica, las garras eléctricas en su pecho que lo arqueaban como un junco.

Nada de eso estaba hoy allí, en el mirador de la costanera: el mar infinito, gaviotas, y algunos chicos jugueteando cerca de las olas. Definitivamente Lautaro se sentía libre, se había convertido en lo que anhelaba con todas sus fuerzas: una persona normal.
El adjudicaba este regreso por los territorios de la paz a un ángel, según el, materializado en ser humano, de nombre Ámbar.

Se conocieron en un viaje y desde allí se convirtieron en una especie de siameses, lo compartían todo, la armonía con que se complementaban parecía brotarles por los poros.
Pero como toda relación con claros aires de formalidad, debía cumplir con ciertos requerimientos. Es por eso que había llegado el día señalado. Lautaro y Ámbar viajaron la sur para compartir una cena con los familiares de ella, era la presentación oficial para el mentado novio de la hija única más mimada.

Lautaro era sencillo, como Ámbar les había anticipado a sus parientes. Su cordialidad y respeto hizo que rápidamente le dieran el trato de un integrante más de la familia. Después de una amena charla en el patio, se acercaba el momento de la cena tan anunciada. Los comensales se dispusieron en sus lugares y todo comenzó a fluir con cierto acartonamiento. Él sintió que en ese instante debía canalizar su bienestar en algunas palabras que intentaran agradecer el afecto brindado hasta el momento.

Golpeó su copa con un tenedor y atrajo las miradas expectantes de las alrededor de diez personas allí presentes. “Estoy profundamente conmovido por como me han hecho sentir desde que llegué…no podía esperar otra cosa de la gente que se encargo de formar a una persona tan encantadora como la que estoy mirando en este momento”.
Ambar lo miró con una ternura genuina y conmovedora. El resto de los familiares aplaudieron sin dudar, menos uno de los sobrinos de ella, que observaba al muchacho con cierta antipatía.

La comida era inmejorable, pero rápidamente llegó el brindis “Por los novios!” gritaron a coro. Una de las tías de Ámbar sin querer salpicó algo de champagne sobre la camisa de Lautaro “No es nada, trae suerte”, bromeó tímidamente, “Voy hasta el baño a limpiarme” y con mesura se dirigió al toilette que estaba casi contiguo a esa sala.

Al entrar se enjuagó la cara y se contempló en el espejo, se encontró feliz. Tras unos segundos de vanidosa inspección, percibió una pequeña erupción cerca de su ojo izquierdo, frunció el ceño y decidió quitarlo de allí. Juntando los pulgares lo reventó sin problemas, esto le produjo un importante dolor que le obligó a cerrar sus ojos por un momento. Al volver a abrirlos se dio cuenta de que no solo salía pus de la protuberancia, sino también sangre, su cara ya no era la misma. La preocupación por que se arruine el buen momento lo sobrevoló de golpe, como un buitre oportunista.

Algo pareció moverse en su frente, era una protuberancia del tamaño de una naranja, se movía extrañamente, sus ojos comenzaron a achicarse y a ennegrecerse, se le multiplicaban rápidamente. De repente vió como sus dientes fueron tomando un color pardo y a salirse hacia afuera, la ropa se le desagarraba, algo brotaba de su espalda, tenía nuevas extremidades oscuras y con irregular vellosidad. Su cuerpo le crujía y el baño ya había cambiado, un musgo color petróleo teñía las paredes, ahora de roca y barro. Su conciencia, como un fresco sumergido, se desdibujaba gradualmente.

Lautaro ya no existía allí, en su lugar había una repugnante y desproporcionada araña, ocho ojos inexpresivos brillaban en la oscura cueva, de su boca atenazada colgaba una espesa saliva. Era una araña hambrienta, que sentía ruidos fuera de su cueva. Caminó sigilosamente con sus largas patas, rompiendo telarañas a su paso, hasta llegar a una cueva más grande. Allí estaba lleno de dóciles presas, algunas se movían asustadas por su presencia, mientras que otras temblaban desesperadas presas en el tejido. Moscas, escarabajos, grillos, y unas bellas mariposas, eran vistan con ansioso apetito por el voraz arácnido, sediento de sus jugos.

Levemente fue apareciendo algo de luz, Lautaro fue abriendo lentamente los ojos, su visión era borrosa, estaba algo mareado. Sentía en su paladar un desagradable sabor a sangre y vómito. Se encontraba desparramado en un sillón, una intensa sensación de humedad lo envolvía, comprobó con pavor que estaba cubierto de sangre oscura, como también su camisa, sus manos, y el piso. Siguió con su débil vista el rastro de sangre y se estremeció bruscamente. La escena alrededor de la mesa donde hace un rato cenaba, era indescriptiblemente horrorosa, cuerpos despedazados yacían impúdicamente por toda la sala, algunos aún emitían leves quejidos agonizantes. Su preciosa Ámbar, aun poseía los ojos abiertos, como también lo estaba su pequeño cuello. Lautaro tensó sus músculos para que el alma no le explotara en mil pedazos, comenzó a transpirar de manera furiosa y a deducir ciegamente que esto no era un sueño, era la peor de las realidades, otra vez sus diabólicas alucinaciones le habían hecho caer en su propia trampa, no poseía fuerzas si quiera para sentir desprecio por lo que había provocado.

Pero había alguien que no había sufrido aquel poder devastador, era el sobrino de Ámbar, justamente quien mas fríamente lo había tratado. Estaba tieso observándolo desafiante en el otro extremo del lugar. Lautaro tartamudeó, quiso decirle algo, pero no podía, su mente estaba erosionada. El niño lo miraba de manera punzante, su madre, que aun se mantenía con vida, a pesar de las graves heridas, sollozaba de manera imperceptible. El niño, con movimientos rígidos, tomó un cuchillo de la mesa y se dirigió de manera decidida al sillón donde se encontraba el conmocionado Lautaro. La madre le logró a gritar a su hijo con un hilo de voz “No vayas, no ves que está loco?, te va a matar!”. El niño detuvo en seco su marcha a un par de metros del sillón, giró la cabeza sobre su hombro y respondió sin titubeos “Tranquila mamá, yo no le temo a las arañas”.

FIN

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