miércoles, 23 de mayo de 2007

La Casona de Villa Urquiza

La mujer entró algo temerosa en aquel desprolijo Bar de Barracas. “Usted debe ser Antonia, no?” dijo adelantándose un hombre rollizo y calvo. Ella asintió de manera tímida mientras se acomodaba en la crujiente silla. “De que zona de Perú viene?” consultó el hombre amigablemente. “de Arequipa, señor” la pequeña señora dejo ver un esbozo de orgullo al enfatizar el nombre de su ciudad natal.

“Bueno, ya tengo lo que le prometí Antonia, aquí le dejo anotada la dirección” la mujer peruana tomó el arrugado papel, lo observó por unos segundos y luego contó algunos billetes. “Está justo. Pero cuéntelos si quiere” el hombre sonrío “No es necesario, señora, que tenga suerte”.

Después de realizar complejas combinaciones en colectivo y extraviarse por momentos, Antonia comenzó a transitar la calle Mendoza, ubicada en el apacible barrio de Villa Urquiza. Su curiosidad, alentada por la soledad que Argentina le estaba propinando, se detenía en detalles efímeros de aquel arbolado paisaje urbano. Pero su avance frenó al observar el número que el papel mencionaba “Mendoza 2377. Familia Scheumann”. Antonia se acomodó algo el pelo, hizo pasar algo de saliva rezagada y suspiró. Su dedo enterró el timbre de la vieja casona mientras la noche comenzaba a caer en Buenos Aires. Los segundos fueron silenciosos hasta el gruñido de la puerta, una rubia cincuentona recibió a la futura ama de llaves de aquella lúgubre morada.

Después de informarle sobre los diferentes quehaceres que estarían a su cargo, Sabine, como se presentó su nueva patrona, invitó a Antonia con un té. “En alguna oportunidad estuve de paso en Arequipa, recuerdo la Plaza de Armas, es un precioso lugar”. El perfil incaico de Antonia contrastaba ante la caucásica estampa de Sabine, una alemana devenida en porteña, dueña de una calidez, de a ratos inquietante. En aquel instante, la amena charla de té se vio interrumpida por la llegada del hombre de la casa, Klaus. El hombre, de ciertos aires intelectuales, se presentó con cordialidad ante la flamante empleada. Los momentos fluían aceitadamente en el transcurso de aquel importante día de estrenos.

La adaptación a su nuevo empleo le resultó más ágil de lo que su natural desconfianza le había advertido en el viaje. Sus patrones germano-argentinos, le demostraban en el lento transcurrir de los días, un respeto lo suficientemente cálido como para diluir sus sanos prejuicios. El trabajo no le resultaba complicado, ya que el matrimonio no generaba un desorden considerable en sus largas y ociosas jornadas, es por ello que Antonia tenía el tiempo suficiente para comenzar a sentir algo de felicidad. Así fue que adquirió algunos hábitos argentinos como cebarse mates amargos y mirar la telenovela del horario central.

Pero la perfección tiene un grave defecto, sus poseedores son siempre desafiados a destronarla. Y Antonia entonces comenzó a detenerse en detalles que le incomodaban sin nítidos fundamentos. Uno de los que más le perturbaban se relacionaba con sus empleadores. Ellos solían recibir visitas a menudo, las cuales cenaban o compartían rondas de té, casi siempre debatiendo agudos pormenores filosóficos de diferentes valores culturales y socio-políticos. Esto en sí, no encerraba sus redes ningún pez extraño, pero había un hecho que a la ama de llaves le repicaba en su conciencia.
Los automóviles en los cuales los invitados llegaban, permanecían allí, posteriores a la partida de los mismos, recién un par de días después abandonaban el empedrado de la calle Mendoza. Sería que en realidad aquellas personas no se habían marchado cuando ella lo suponía? Antonia se convencía de que sus argumentos no tenían demasiado sentido, que debía existir otra explicación. Pero no se lograba convencer completamente.

Aquella pequeña mujer no lograba desentramar sus ideas para ver claramente lo que sospechaba. Eso fué hasta aquella fría mañana en la que el señor y la señora Scheumann habían abandonado la Casona en los primeros albores del día para hacer unas diligencias en el centro de la ciudad. Antonia por aquellos momentos tarareaba inteligiblemente unas melodías arequipeñas, mientras lustraba unas estanterías viejas ubicadas en el sótano. Tras quitar un par de trastos en su afán de ordenar un poco aquel caótico rincón, se percató de algo extraño: contra la pared, tras el mueble sobre el cual trabajaba, existía una pequeña portezuela de hierro. En la cerradura se encontraba aun colocada su llave, fue allí que pudo ver que estaba entreabierta. Alguien había olvidado cerrarla. La mujer estiró sus pies para explorar desde un mejor ángulo, entonces descubrió un conjunto de ajados libros, era una especie de biblioteca.

La duda la rodeó algunos segundos hasta que decidió tomar uno de aquellos libros. Las tapas marmoladas bajo el polvillo, el ocre de las ásperas páginas, y las profundas grietas daban cuenta de la antigüedad de aquellos escritos, los cuales quizás tuvieran mas de un centenar de años. Antonia no dudó que el origen de esos libros era Alemania, es por ello que no deducía en absoluto que decían, pero al comenzar a ver imágenes su atención pareció despertarse. Había gráficos de cuerpos humanos, enteros o de a partes. Los cruzaban líneas de puntos, segmentando diferentes zonas. En un principio, la ama de llaves se acercó a la idea de que el material se refería a aspectos médicos, pero lentamente comenzó a ver algo familiar, de algún modo su memoria le ofrecía una similitud extraña, los emparentaba con los libros de recetas culinarias a los que ella eventualmente recurría. Temblorosamente tomo otro libro, este si estaba en español y el titulo la detuvo por un instante.

“Manjares sagrados” unas gruesas tipografías romanas de brillante dorado eran el prefacio a un estremecedor contenido. El autor en sus primeros párrafos descendía morbosamente hacia una idea aberrante “…sabido es el placer inigualable que provoca el sabor de los cortes Arios, …las personas que pertenecen a esta sagrada raza deleitan, desde hace siglos, aquellos paladares mas exigentes a lo largo…” los nudillos de la ama de llaves vacilaron frenéticamente, el temor comenzaba a envolverla con sus fríos tentáculos “…este es, por tanto, uno de los fundamentos supremos que el Imperio llevará adelante en su cruzada mundial, la purificación de una especie sagrada espiritual y carnalmente...” las palabras raspaban su mirada, hasta que leería un párrafo que detuvo con un lazo sus sentidos. “ …no es casualidad entonces, que algunas de las mas despreciables razas inferiores como son africanos, aborígenes americanos y maoríes oceánicos posean los sabores mas indeseables para quien se jacte de poseer un refinado gusto, es abismal la..” de un golpe Antonia cerró el libro, sentía que no podía seguir adentrándose en esa siniestra lectura.

Esa noche, la arequipeña debía lidiar con la inevitable presencia del insomnio, una insoluble infusión giraba en su agotado pensamiento. Su facetado estado de ánimo reflejaba diversos matices, heterogéneos, sin cauce alguno. El desconcertante hecho de que sus patrones fueran despreciables antropófagos no le infundía el temor que ella creía merecer, eso la inquietaba. Sería quizás aquella enmascarada sensación de seguridad que le daba ser una mujer Inca?, a la cual un refinado paladar nunca desearía. Aunque, en el mismo tiempo, ese desprecio hacia su siempre minimizada raza, revolvía con voracidad sus más hondos resentimientos. Estérilmente cerraba los ojos para intentar detener el duelo librado por sus ocultos demonios. Algo mas crecía en ese lugar, un aire denso dilataba sus fosas nasales.

Pasada el alba, regresó una jornada típica ante los mudos zócalos de la Casona de Villa Urquiza. Entonces la - ya anémica- paz de Antonia se turbó al oír el timbre rechinar, era otra de las acostumbradas visitas, esas que no solían retirarse nunca de la calle Mendoza. Un hombre alto, blondo, de mejillas rosadas y ojos color cielo, se presentó respetuosamente en un imperfecto castellano. La ama de llaves lo atendió sintiendo pena por aquel desconocido, presentía su nefasto final. Al fulgor de la luna, la sirvienta se retiró – como era menester - a su cuarto, enmarañada de dudas: que debía hacer? Dar aviso a la Policía?. Sabía que los Scheumann eran muy respetados vecinos y le costaría demasiado convencer a alguien de tan disparatada idea, de la cual no tenía prueba alguna. En ese instante Antonia rompió su cascarón de sumisión y se cargó de valentía para averiguar por si misma que estaría por suceder. Arriesgando demasiado su anciano físico, se escurrió por la ventana de su habitación en el segundo piso de la Casona. Ágilmente se deslizó por los altos tapiales hasta ubicarse en una pequeña claraboya desde donde podía observar, como un comedido gato, la sala de reuniones.

Tres anchos vasos de whiskies estaban vacíos en la pequeña mesa, eje de la siniestra escena. Inmutables, Sabine y Klaus arqueaban la comisura de sus labios helando sus sonrisas hambrientas. El espigado visitante comenzaba su lenta inmersión a la ciénaga, los anfitriones evidentemente alteraban la bebida de sus víctimas para facilitar su macabra tarea. Transcurrido unos minutos, el hombre ya dormía profundamente, entonces una seña sutil de Sabine a su marido hizo que éste se enderezara de un salto y se dirigiera a la cocina. Antonia empañaba el cristal de claraboya aferrada a la situación más horrorosamente cautivante que le había tocado vivir. Su patrona comenzaba a desvestir cuidadosamente a su futuro manjar, el ritual daba su metódico inicio. Hasta que, de repente, el visitante despertó bruscamente, fuera de sí, forcejeó torpemente con Sabine arrojándola al suelo. Luego sacó algo de su espalda, era una pequeña arma que apuntó con fervor a la coronilla de la alemana para escupir sus sesos sobre la fina cerámica de la Casona. La arequipeña cerró los ojos hasta casi reventar sus retinas.

Pero la ama de llaves no pudo resistir y sus párpados cedieron, para ver a Klaus en un arrebato de furia taurina que se frenaría solo cuando el mango de su puñal se topó con la quinta costilla del armado visitante. Agonizando, entre vertientes de oscura sangre pulmonar, el hombre de rosadas mejillas guardó su último aliento para tirar el gatillo apuntando directamente al flácido cuello del dueño de la Casona. Todo sucedió en escasos segundos, que se disfrazaron para la ocasión, en terroríficas horas. Este hogar, acostumbrado a carnavales de sangre, hoy entregaba su carta menos marcada, acunando entre sus fríos umbrales, tres cadáveres con la saliva aun tibia y una testigo sollozante observándolo todo, encendiendo sin querer un anónima fibra intima en su ser. Antonia detuvo su llanto, para ensayar una adusta mirada al vacío.

Como Sabine dijo alguna vez, la plaza de Armas es un hermoso lugar, y fue allí que en una calurosa tarde de Arequipa, cerca de un puesto de alfareros, dos mujeres se encontraron. “Como estás tú, Lupe?” dijo con efusividad la mas joven de las mujeres “Bien mi niña, muy bien…oye, has tenido noticias de Antonia?”, la pequeña mujer respondió con resignación “Si, mamá escribió diciendo que viajaba a Alemania por un tiempo, irá a trabajar allí, que le habían hablado muy bien sobre la gente de allí, además cuenta que pagan muy bien”. Visiblemente sorprendida, la cincuentona Lupe comentó con algo de ironía “Y dime tú, que sabrá ella de comida alemana?”

FIN

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