lunes, 17 de diciembre de 2007

La Olvidada

Siempre que la mencionaban, un influjo siniestro se adueñaba de mis reflexiones, pero nunca había tenido la oportunidad de visitarla, hasta aquel día en que mi empleo como agente cultural de la provincia la ubicaba en mi agenda. Debía ir allí a crear un perfil de ese pequeño pueblo, sabiendo que eran muchas las leyendas que giraban en torno al aura gris que rodea su nombre.

La Olvidada se encontraba perdida en algún rincón de Entre Ríos, pero a pesar de estar en una zona de un húmedo verde rebosante, se decía que allí las flores crecían con escasos pétalos, y el rocío no las cubría en el alba. Los pájaros, que rara vez construían sus moradas en las copas de sus árboles, no cantaban armoniosamente, solo de vez en cuando emitían un gruñido seco.

Se repetían desdibujadas historias afirmando que los niños del pueblo nunca conseguían remontar sus barriletes, y los pocos que se aventuraban a la pesca se encontraban con un cauce estancado de hedor nauseabundo, inexplicablemente ese río moría justo allí y nunca nadie, vio en el un pez. Me hablaron también que era imposible encontrar una sonrisa dibujada en el rostro de sus habitantes, los cuales compartían un parco gesto de indolencia.

A pesar de tan abúlicos comentarios, mi destino era ese sombrío lugar, que sólo en algunos viejos mapas figuraba, por lo cual, el tren que me transportaba, me dejaba en un bonito pueblo, ubicado a algunos kilómetros de La Olvidada. Descendí un tanto agobiado por el intenso calor, y como ya me habían advertido que para llegar allí no había caminos oficiales, debía encontrarlo por mis propios medios. Mis presentimientos intentaban susurrarme gritos de advertencia, pero a veces la temperatura suele empantanar el circuito errático de la conciencia.

“Disculpe Señor, necesito llegar a La Olvidada, que dirección debo tomar?” le consulté a un vaqueano que merodeaba en la estación. El hombre se detuvo en mí por segundos, dejó entrever signos de extrañeza “No veo porque alguien quiera ir allí, pero de todas formas…” con exagerada pausa giró su vista a un costado y señaló “Tome aquel pequeño sendero, no hay manera de errarle”. Agradecí la ayuda y me embarqué en la caminata a paso firme.

Tras cruzar un par de viejos algarrobos, pude contemplar un pronunciado caserío, sentí que había llegado, lo aseguraban cada uno de mis sentidos. Un ajeno sentimiento aciago se embebía en mi ser. El semblante taciturno del lugar empezaba a mostrarme las apagadas señales que las leyendas acusaban. Todo estaba terriblemente quieto, inclusive las nubes parecían anclarse en su velado cielo. Llegué a una derruida estación de servicio y entonces pude protagonizar mi primera aproximación con un habitante del misterioso lugar.

“Hola, como le va? Me podría usted decir donde hay un comedor por aquí?” el impasible anciano nunca me observó a los ojos, con un par de indicaciones murmuradas, me dio a entender el camino a seguir, Así fue como mi cuerpo comenzó deambular junto a su tenue sombra por las desoladas calles de tierra. Desde las humildes casas creí recibir el mudo impacto de anónimas miradas. Había un tímido temor sobre mis pasos, me sentía el rey de los extraños en el reino de la extrañeza.

El comedor estaba casi vacío, su añeja decoración jugaba con el tiempo que allí parecía haberse congelado. Una robusta mesera me consultó de manera flemática que me serviría, pedí un puré con bifes. Mi búsqueda por el sabor de la comida fue infructuosa, por mas aderezos que probase mis papilas no se estimulaban, fue cuando algo cansado, decidí dar un vuelco a mi visita. Necesitaba conocer este lugar y su historia, y para hacerlo, mi experiencia me apuntaba de manera precisa un lugar: el cementerio del pueblo.

Llegar no fue muy difícil salvo por el incómodo sudor que empapaba mi camisa. El muro que delimitaba el campo santo apenas se mantenía en pie desnudando ladrillos de adobe en gran parte de sus lados. Hubo un instante en el cual dudé en ingresar, pero lo hice llevado por los imantados latidos que me auguraban algo, solo algo. Las cruces me llamaron la atención, ninguna de ellas tenía nombres, ni fechas, solo eran cruces fabricadas de manera rudimentaria y plantadas en secos cúmulos de tierra. Un impulso me invitó a elevar la vista, en el rincón opuesto del cementerio se estaba llevando a cabo un entierro, un grupo de gente rodeaba el cajón, y mi destino no tuvo mas opción que acercarse allí.

Me dispuse a observar, desde cierta distancia, como aquel pequeño grupo de hombres maniobraban el austero cajón de pino. Una voz sobresaltó mi oído derecho
“Que suerte tienen algunos” la frase, que no intenté siquiera comprender, partió de un señor pelirrojo que arrugando su vista contemplaba junto a mí, la inhumación de aquella persona.
“Porqué lo dice?” le pregunté mirando el piso.
“Digamos que no es sencillo morir en este pueblo”
Quise seguir indagando, pero temía la respuesta, así que lo miré de frente, el giró su cabeza, clavándome sus verdes ojos con gesto arrogante.
“Mire señor, disculpe si adopto un tono drástico, pero ese cajón está vacío, y la idea es que usted sea el ocupante”
Mi mandíbula colapsó ante el intento infructuoso de responder tan repentina amenaza, y mis piernas tomaron las riendas, galopando a campo traviesa hacia el horizonte en el cual el sol pronto se pondría.
Algo, desconozco que, seguramente cercano a un gran golpe, castigó uno de mis pómulos, es lo último que recuerdo de aquella tarde candente.

Con el correr de los días, ese recuerdo se va tornando cada vez más difuso, y sinceramente mucho no me preocupa.
Lo que sí estorba mi paciencia, es cual es la maldita razón por la que me he arraigado en La Olvidada, amargando mi sangre en días grises e inmutables, la tristeza llana y clara es la rutina a la que mi ausente alma está aferrada. Hoy me preguntó un forastero, por la cabina de teléfonos, le murmuré algo ininteligible, luego de unos días lo vi como yo: ajeno y estéril, hasta he perdido práctica en el habla, solo sigo aquí en una eternidad inabortable, inextinguible, preso de la nada misma.

FIN